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Quito Ciudad Magica leyendas Y Mitos

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 La leyenda del sombrero de Panamá   Desde 1630 los sombreros ecuatorianos han
cubierto las cabezas de muchos famosos
incluyendo a Napoleón, Winston Churchill,
Nikita Krustchev, Harry Truman, Paul
Newman, Anthony Hopkins, y otros…

En 1906 Theodore Roosevelt usó uno de estos
sombreros mientras visitaba la construcción
del canal de Panamá. 
 Su fotografía viajó
alrededor del mundo y esta obra maestra se
convirtió en "Elsombrero de Panamá". Las
cooperativas de artesanos que hacen estos sombreros se toman
entre una semana y seis meses para elaborar unso mbrero
dependiendo del espesor seleccionado, utilizando sólo las más
finas fibras de paja "toquilla".




El sombrero de Panamá tiene varios nombres. Fue llamado

jipijapa, a partir del nombre de una ciudad pequeña de la
provincia de Manabí que se suponía era su origen tradicional, o
Montecristi, un nombre que todavía se encuentra entre los
especialistas de los panamás de calidad. 
 El jipijapa o el
Montecristi también se ha llamado toquilla, un nombre derivado
del nombre de los sombreros que los españoles usaron en la
conquista.



Ataud ambulante Por las noches y en los ríos que se juntan para formar el  gran Guayas, frecuentemente se observa un ataúd  flotando en las oscuras aguas, con la tapa levantada y una  gran vela en la cabecera que ilumina los dos cadáveres  que yacen en su interior.  Ahí descansan los cuerpos de la  princesa Mina y su hijo.
 
Mina fue hija del último de los caciques de los daulis:  Chauma.  A sus espaldas, y en contra del parecer de su  padre, ella se enamoró de un español con quien se caso en  secreto.  Su padre, al conocer la noticia, se molestó mucho  porque los españoles habían matado a sus antepasados y  despojado a su pueblo de sus tierras. Lleno de ira maldijo  a su hija por casarse con un enemigo y convertirse en  cristiana.  La maldición de Chauma condenó al espíritu de Mina a no tener descanso después de que se separara de  su cuerpo.
 
Luego de unos días, Mina, abrumada por la melancolía que  le provocó la huida de su casa y al conocer la muerte de su  padre cuando éste se disponía a asaltar la ciudad de  Guayaquil, falleció dando a luz a su primogénito que también nació muerto.
 
Su esposo dio cumplimiento al último deseo de la princesa
 
que, presintiendo un triste desenlace, pidió que al morir
 
no la enterrase sino que, colocada dentro de un ataúd, la
 
dejase en el río con la tapa de la caja levantada. Apenas
 
su esposo abandonó el ataúd en el río, éste, en vez de
 
hundirse permaneció en la superficie y partió como una
 
flecha a la ribera más lejana. Cuando llegó, se dirigió de
 
inmediato hacia la otra orilla y así indefinidamente, al
 
mismo tiempo que apareció una vela encendida en su
 
cabecera para poder ver los cadáveres.
 
Desde entonces, ciertas noches, se observa el ataúd por
 
los ríos Daule y Babahoyo. Muchos navegantes aseguran
 
haber visto con claridad los dos cadáveres y una nube de
 
moscas que los rodea, sobre todo en la noche del 25 de
 
febrero, aniversario del deceso de la princesa, cuando por
 
única vez el ataúd se queda quieto en la superficie del
 
agua ofreciendo a los curiosos la oportunidad de
 
contemplarlo.
 
 




El rezador de las ánimas  Por cuatro décadas, Enrique Angulo reza a media noche, durante nueve jornadas antes del Día de los Muertos.  Lo hace por el alivio de las almas del purgatorio, en Puéllaro, noroccidente de Quito.
Ya son casi las 23:h40. Las puertas del cementerio de Puéllaro
están abiertas, como esperando a Enrique Angulo. Hace frío y la
lluvia no cesa.
  Cerca de la medianoche, dos jóvenes y un mendigo
caminan por las calles del pueblo. 
 Se oye el ruido de las gotas.

Enrique, a pesar de las enfermedades que padece a sus 75 años,
está a punto de empezar con el cuarto día de la novena (que va del
24 al 1 de noviembre de cada año) por la salvación de las almas del
purgatorio. Duda en salir, debido a que un médico le ha prohibido
realizar esfuerzos. Le basta un paraguas para decidirse. Toma el
alba (una túnica y un gorro blanco) y una campana. Se dirige hacia
la cruz del cementerio, que está a menos de 30 metros de su casa.
Ahí es donde inicia la procesión.

Ese podría ser el comienzo de su historia, pero no lo es. En realidad
todo comenzó cuando su hija Anita, de 11 años, sufrió de fuertes
dolores de estómago. Enrique y su esposa, Ana, hicieron todo lo
que estuvo a su alcance para salvarla, durante dos años. 
 La
llevaron a un curandero, que aliviaba su dolor por varios meses, así
como a doctores calificados. El esfuerzo se desvaneció cuando una
peritonitis destruyó sus intestinos. En el hospital tardaron en darse
cuenta lo que pasaba. La niña pasó 18 días agonizando, hasta que
murió.

Él y su esposa no encontraban consuelo. Se deprimieron tanto que
golpeaban la lápida a diario, sin encontrar respuesta. 
 Al notar ese
gran dolor que estaba acabando con sus vidas, el párroco del sector
conminó a Enrique a que visitara a Mesías Ayala, el antiguo
animero (reza por las almas del pueblo), quien se encontraba
enfermo en el hospital. Mesías supo que Enrique, sería su sucesor
desde que lo conoció. 
 Le entregó el alba y la campana. Y le dijo que
no era una misión fácil sino de mucha fe y entrega.

Según consta en documentos de folclore ecuatoriano, rezarle a las almas fue una tradición antigua del reino de Castilla, España, que llegó al país con la conquista española. 
 En Puéllaro y en varios pueblos de la Sierra aún se practica el ritual, que está ligado a la Iglesia Católica.  Sin embargo, existe un documento de 1903, que dice que el obispo Federico González Suárez comunicó a los
párrocos de cada provincia que no permitieran se realice esta
novena. Menos que se la relacione con penitencia o fe de la Iglesia.

A pesar de la disposición y del rechazo de una parte de los
feligreses, esa tarde en que Enrique heredó su labor, sintió 
 “una
felicidad enorme. Iba a estar ligado de por vida a las almitas. Era un
misterio, una dicha que el señor me envió”.

Para la novena, le explicó Mesías, había un proceso que no se
podía tergiversar. 
 Debía empezar rezando tres credos y tres padres
nuestros, luego de arrodillarse y encomendarse al señor en la cruz
del cementerio. 
 Exactamente así lo hace. La lluvia no aguarda la
noche del cuarto día. 
 En Puéllaro, un pueblo ubicado al
noroccidente, a una hora y media de Quito, donde viven
aproximadamente 10.000 personas, el suelo es terroso, fértil y
productivo y ahí justamente, 
 en la tierra, es donde se lleva a las
personas más pobres del pueblo. 
 A las bóvedas, a quienes tienen
un poco más de dinero. 
 Pero todos están juntos en el lugar, ricos y
pobres.

Por todos, ora Enrique esa noche, en que las almas, dice lo
despertaron de su sueño junto a su esposa y lo impulsaron a pesar
del clima. 
 Antes de empezar, tiene bien aprendida una lección:
“nunca se debe regresar a ver hacia atrás. Podría ver a alguno de
mis conocidos. 
 Mariano Flores, el animero de Aloguincho (una
localidad cercana a Puéllaro), me contó que un día se cayó en un
camino. Sin querer volteó.
  En ese momento vio a cientos de
hombres, de mujeres y niños, vestidos de blanco… Claro, supongo
que eran las almitas”, dice.

Antes del recorrido también especifica que siempre tiene que estar
solo y no responderá ninguna pregunta en la próxima hora. “No
tendría sentido que vaya acompañado, la labor del animero es
solitaria”. 
 Confiesa que no es fácil ingresar a un camposanto a
media noche, que hay que mantener una cierta conexión con Dios,
con las almas y mucha fe.
Cada sonido en un cementerio sin luz, en un pueblo alejado, podría
asustar. No es así. 
 Desde que Enrique se arrodilla sucede algo
increíble. Es como si transmitiera cierta tranquilidad. No hay más
miedo. Es un lugar de paz, así lo siente el animero. Y con voz
lastimera canta una estrofa: “Por tu sangre/ Por tu muerte/ Y por tu
pasión sangrienta/ Apaga señor tu fuego/ Que a las almas
atormenta”. 
 Son las 24:h00. Mira el reloj y se retira. En ese
momento cree que las almas, que no han encontrado su camino, lo
acompañan en la procesión.

Medita, mientras recorre cerca de cinco kilómetros y en cada cuadra
(aproximadamente) se detiene un momento y casi en un trance toca
la campana. Pide: “Un padre nuestro y un Ave María para el
descanso y el alivio de las almitas del Santo Purgatorio, por el amor
de Dios…”. Dos jóvenes, que beben media botella de licor, lo
observan asombrados.
  El pueblo duerme. No le importa. Tiene la
fuerza para subir cuestas empinadas, que a un adolescente
cansarían.

No tiene miedo a los perros que ladran y amenazan con morder.
Uno se acerca a su túnica. 
 Le basta una mirada para detenerlo.
Atraviesa por baches, tierra que se hunde, calles sin luz, y vuelve a
rezar por las almas. 
 Aunque ya nada es lo que era. El dolor de
estómago, a momentos lo retrasa. 
 No así el cáncer a la próstata de
nivel tres, que le diagnosticaron en Solca, y del cual fue operado en
Cuenca: “las almitas en ese momento intercedieron por mí. Me
ayudan para que haya podido desempeñar esta labor por más de
40 años. El 2007 no puede estar porque me estaba reponiendo”.

Todavía no encuentra un reemplazo. Mariano Flores, el animero de
Aloguincho, realizó la procesión los dos primeros días (24 y 25 de
noviembre) en Puéllaro, pero Enrique asegura: 
 “a la gente no le
gustó, no hizo lo que le dije, y pedían que yo regresara. Por eso
estoy aquí”.

Ha recorrido más de 30 cuadras.
  Y la campana vuelve a sonar con
la intención de que en ese momento, quien la escuche implore en
una oración: “por las almas del purgatorio que no han podido
ingresar por la puerta divina”. 
 Solo una mujer de unos 30 años
responde al llamado desde una ventana. Enrique es consciente de
que los tiempos han cambiado. 
 Que los jóvenes no están ligados a
las creencias.
  Que seguramente afectó que un programa televisivo
midiera la intensidad de manifestaciones paranormales en los
recorridos de los animeros de la zona, asegurando que eran
“altísimas”.

Lo cierto es que en Tucres, La Ciénega, El barrio de la piscina, La
Merced, El Parque Central y otros, solo se divisan sombras de las
casas. 
 También un mendigo que es protegido por su perro y que
con incertidumbre ve pasar a Enrique. “Hay que tenerle más miedo

a los vivos que a los muertos” dice un adagio popular. Enrique
camina por la Panamericana y dos borrachos en una camioneta
casi lo sacan del camino: “Hola animero”, le gritan.

Casi es la 01:00. Enrique decide regresar. Se cambiará de ropa. A
pesar de la fuerza que lo mueve, el recorrido es para el ex obrero y
hoy jubilado una locura, un esfuerzo supremo. 
 “No puedo retirarme
a medio camino, si no dejo a las almitas en su lugar, es que ellas
pueden castigarme”.
 


 La dama tapada 
Hace más de doscientos años en las calles apartadas de Guayaquil,
los trasnochadores veían la Dama Tapada.
Anoche vi a la Dama Tapada, contaba en una reunión de amigos, el
Fulanito. 

Son puros cuentos, respondía el amigo con aires de valentón. Yo
nunca he tropezado con ella.
Nunca se la ve antes de las 12 de la noche, ni después de las
campanadas del alba, opinaba otro asistente a la reunión.

Según la leyenda, laTapada era una dama de cuerpo esbelto y andar garboso, que asombraba en los vericuetos de la ciudad y se hacía seguir por los hombres.

Nunca se supo de dónde salía. Cubierta la cabeza con un velo, sorpresivamente la veían caminando a dos pasos de algún transeúnte que regresaba a la casa después de divertirse. Sus
almidonadas enaguas y sus amplias polleras sonaban al andar y un
exquisito perfume dejaba a su paso.

Debía ser muy linda. Tentación daba alcanzarla y decirle una galantería. Pero la dama caminaba y caminaba. Como hipnotizado, el perseguidor iba tras ella sin lograr alcanzarla.

De repente se detenía y, alzándose el velo se enfrentaba con el que la seguía diciéndole: Míreme como soy... Si ahora quiere seguirme, sígame... 

Una calavera asomaba por el rostro y un olor a cementerio
reemplazaba el delicioso perfume.

Paralizado de terror, loco o muerto quedaba el hombre que la había perseguido. Si conservaba la facultad de hablar, podía contar luego que había visto a laTapada
 





Cantuña y el atrio de San Francisco 
Hace muchos años, se construía el atrio de la Iglesia de San
Francisco, donde trabajaba un indígena llamadoCantuña,
responsable de terminar la obra. Pero el tiempo pasaba y el atrio no
se concluía. Cantuña fue amenazado con ir a prisión por no cumplir
el contrato.

Un día, cuando regresaba a su casa, de entre un montón de piedras salió un pequeño hombrecillo vestido todo de rojo, con nariz y barba muy puntiagudas.

Con voz muy sonora dijo:
- Soy Satanás, quiero ayudarte.
Yo puedo terminar el atrio de la iglesia antes de que salga el sol.
A manera de pago, me entregarías tu alma. 
 ¿Aceptas?
Cantuña, que veía imposible terminar la obra, dijo:
- Acepto, pero no debe faltar ni una sola piedra antes del toque del
Ave María o el trato se anula.
- De acuerdo - respondió Satanás.



Miles de diablos se pusieron a trabajar sin descanso. Cantuña, que miraba muerto de miedo que la obra se terminaba, se sentó en un lugar y se dio cuenta de que ahí faltaba una piedra. Cuando tocó el Ave María, logró salvar su alma. 

El diablo, muy enojado, desapareció camino al infierno.
Cantuña quedó feliz y el atrio de la Iglesia de San Francisco se
conserva hasta hoy en la capital del Ecuador.


La caja ronca 
En Ibarra se dice de dos grandes amigos, Manuel y Carlos, a los
cuales cierto día se les fue encomendado, por don Martín
(papa de
Carlos),
  un encargo el cual consistía en que llegasen hasta cierto
potrero, sacasen agua de la acequia, y regasen la sementaría de
papas de la familia, la cual estaba a punto de echarse a perder.
  Ya
en la noche, muy noche, se les podía encontrar a los dos
caminando entre los oscuros callejones, donde a medida que
avanzaban, se escuchaba cada vez más intensamente el
escalofriante "tararán-tararán". Con los nervios de punta, decidieron

ocultarse tras la pared de una casa abandonada, desde donde
vivieron una escena que cambiaría sus vidas para siempre...
 
Unos cuerpos flotantes encapuchados, con velas largas apagadas,
cruzaron el lugar llevando una carroza montada por un ser temible
de curvos cuernos, afilados dientes de lobo, y unos ojos de
serpiente que inquietaban hasta el alma del más valiente. 

Siguiéndole, se lo podía ver a un individuo de blanco semblante,
casi transparente, que tocaba una especie de tambor, del cual
venía

el escuchado "tararán-tararán".
He aquí el horror, recordando ciertas historias contadas de boca de
sus abulitos y abuelitas, reconocieron el tambor que llevaba aquel
ser blanquecino, era nada más ni nada menos que la legendaria
caja ronca. 

Al ver este objeto tan nombrado por sus abuelos, los dos amigos,
muertos de miedo, se desplomaron al instante. 
 Minutos después,
llenos de horror, Carlos y Manuel despertaron, mas la pesadilla no
había llegado a su fin.
  Llevaban consigo, cogidos de la mano, una
vela de aquellas que sostenían los seres encapuchados, solo que
no eran simples velas, para que no se olvidasen de aquel sueño de
horror, dichas velas eran huesos fríos de muerto. 
 Un llanto de
desesperación despertó a los pocos vecinos del lugar. En aquel
oscuro lugar, encontraron a los dos temblando de pies a cabeza
murmurando ciertas palabras inentendibles, las que cesaron
después de que las familias Domínguez y Guano luisa (los
vecinos), hicieron todo intento por calmarlos.

Después de ciertas discusiones entre dichas familias, los jóvenes
regresaron a casa de don Martín al que le contaron lo ocurrido. 
 Por
supuesto, Martín no les creyó ni una palabra, tachándoles así de
vagos. 

Después del incidente, nunca se volvió a oír el "tararán-tararán"
entre las calles de Ibarra, pero la marca de aquella noche de terror, 

nunca se borrara en Manuel ni en Carlos. Ojala así aprendan a no
volver a rondar en la oscuridad a esas horas de la noche.
 



El padre Almeida

En esta historia se cuenta, como un padre el cual no era
 
precisamente el mejor debido a su mala conducta.

La leyenda cuenta que este padre, todas las noches salía a tomar
aguardiente, para salir tenía que subir en un brazo de la estatua de
Cristo, 
 pero una noche mientras intentaba salir se dio cuenta que la
estatua lo regreso a ver y le dijo: ¿Hasta cuando padre Almeida? y
este le contesto "Hasta la vuelta" y se marchó.
  Una vez ya
emborrachado, salió de la cantina y se encontraba paseando en las
calles de Quito, hasta que pasaron 6 hombres altos completamente
vestidos de negro con un ataúd, aunque el padre Almeida pensó
que era un toro con el cual chocó y se desplomo, pero al levantarse
regreso a ver en el interior del ataúd, y ere él, el padre Almeida, del
asombro huyo del lugar. 
 Se puso a pensar que eso era una señal y
que si seguía así podía morir intoxicado, entonces desde ese día ya
no ha vuelto a tomar y se nota en la cara de la estatua de Cristo
más sonriente.
 


 La fundación indígena de Quito 
Leyendas cuentan que hace muchísimos años, en una noche clara, 
 los habitantes del pueblo Cochasquí vieron caer una estrella.  Tuvieron miedo y corrieron hacia al palacio del rey para contarle  el acontecimiento. El rey, que también era un sacerdote y un brujo, pidió que se  calmaran y que estuvieran pacientes.  Quería arreglar las cosas con los dioses. Tomó un vaso de chicha  (una bebida de diferentes especies de maíz) y recitó un conjuro.  Bebió la chicha hasta caer en sopor.  Cuando se despertó, el rey reunió la gente de la comunidad para  compartir su visión con ellos.  "Los dioses no están enfadados con nosotros", dijo, "pero quieren  que dejemos este lugar para irnos a una tierra que es más rica,  fértil y bonita.  Tenemos que seguir los señales de esta estrella cayente. Donde se  cae, tenemos que encontrar nuestra nueva ciudad. " Entonces siguieron al rastro de la estrella hasta que llegaron al  pie del volcán Pichincha. Esto fue el lugar donde fundaron su  nueva ciudad.  Construyeron chozas, plantaron sus cultivos y hicieron templos  para el sol y para la luna.   Esto fue el inicio de lo que hoy en día es la ciudad de Quito.   
 



El gallo de la catedral La rutina de un hombre rico era de comer un desayuno opíparo, dormir una siesta, vestirse y luego pasear por la Plaza de la Independencia.  Cuando un día pasó la catedral, miró hacia arriba y miró al gallo de metal sobre el domo, dijo:  "¡Los gallos no valen para nada, ni éste de la catedral!" Después caminó a la tienda de la Señora Mariana para beber algunas mistelas (bebidas alcohólicas con sabores diferentes). Al volver, otra vez  miró hacia al gallo, esta vez más efusivo por el alcohol que tomó. Una noche, cuando regresó desde la tienda de la Señora Mariana, sintió una garra en su pierna. Se sintió atrapado y oyó al gallo decir: "¡Promete que nunca más vas a beber alcohol!" "¡Promete que nunca más vas a insultarme!"  "¡Levántate y haz tu promesa!!!"
El hombre respondió:
 
"¡Prometo, no voy a beber ni agua!"  "¡Prometo, nunca más voy a mencionarte!" "¡Perdóname! Perdóname!" Así se cumplió la misión y el gallo volvió al más alto del domo.  


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